Eran hijas del mismo padre y habían crecido juntas en aquel soleado rincón del jardín, delimitado por blanquecinos cantos rodados que trajimos del riachuelo de la montaña, y repleto de hermosas vecinas, entre las que competían, a fin de ser el centro de atención de abejas y otros seres volantes.
La cercana mata de hortensia, presumía de sus tonos de diferentes magentas y a sus pies, entre los tallos, se escondían los gatos jugueteando entre ellos. Joaquín, el niño de la casa, había hecho de las plantas su escondite. Así de grande era aquella mata.
Y transcurría el tiempo de su juventud, cuando constantemente se comunicaban entre ellas, de la única forma que les era posible; lanzando al viento su perfume. En esto, la señora hortensia era menos locuaz, más reservada, pero escuchaba atenta las fragancias que le llegaban.
De ese aromático diálogo disfrutábamos todos. Los bonsáis, que siempre parecían estar meditando, se dejaban acariciar por la brisa del mediodía con la que también podían percibir el dulce olor de las rosas. Los gatos, traviesos, siempre alertas y dispuestos a saltar sobre cualquier pajarillo distraído, encontraban su momento para erizar sus bigotes. Incluso Manolo, el pez de colores del estanque, saltaba de vez en cuando como si quisiera husmear en el viento.
Pero ya eran muchas las veces que el señor Sol, las había despertado de su letargo nocturno y ni las fragancias, ni las energías eran ya las mismas. Los silencios aromáticos cada vez estaban más presentes y la vecina hortensia perdía sus pequeños pétalos magentas que ya empezaban a alfombrar el suelo.
Quizás fue por eso, por lo que la hermana mayor, una tarde con una encendida puesta de sol, en un esfuerzo casi final, dejó caer un poco, uno de sus pétalos buscando el contacto de su hermana. Quiso alargarse, ayudada por el viento, hasta poder ofrecerle una leve caricia. Ambas estaban débiles y empezaban a mostrar marchitez.
Dicen las ninfas, las que saben de las lenguas ocultas, que escucharon un susurro que decía:
—Hemos tenido una buena vida; el jardinero nos respetó. No conoceremos maceta y volveremos a la tierra.
Moraleja que extraigo: para acercarse con sinceridad a otro hay que perder algo de uno mismo.
ResponderEliminarAgudo. Seguramente estás en lo cierto, aunque solo se tratase en ocasiones de perder la paciencia.(O gastar una buena dosis). Saludos lluviosos desde este rincón.
EliminarAlgo de tierra somos y natural es que volvamos a ella. Aunque siempre es placentero el saber que la libertad la mantuvimos y "crecimos" a nuestro aire.
ResponderEliminarPor lo que leo, el visor de tu prosa, también es eficiente y descriptivo.
Mucho que aprender; eso es lo que tiene el visor de mi prosa. Pero esto es precisamente lo jugoso.
EliminarMe tomo la moraleja de Fackel como propia, pues por ahí veo los tiros de tu honorable reflexión.
ResponderEliminarEn el declinar personal hemos de ser generosos.
Oooh! qué bonito!! ... Y...
ResponderEliminarMientras languidecían las dos hermanas, deshojándose suavemente sobre la tierra que las vió nacer, el sol, se puso sobre el horizonte y una pequeña mariposa blanca se posó despacito sobre tu nariz ; )
Mientras sea una mariposa y no una avispa, todo irá bien. (Solo le faltaría eso a mi nariz)
EliminarParece que tuvieron una buena vida, viviendo libres en el jardín y permaneciendo juntas. Y como gesto de cariño y dulzura, una última caricia.....una historia delicada que surge de una hermosa fotografía.
ResponderEliminarUn beso.
Hermosa la entrada, foto y título, y muy inspirados también los comentaristas. He disfrutado con la sensibilidad de todos y de cada uno, porque el conjunto ha resaltado "la caricia". ¡Enhorabuena!
ResponderEliminarAcercarse, sí, pero siempre, con una caricia. Y, ademas, una sonrisa, que la ilumine.
ResponderEliminarQué acertada la moraleja de Fackel 🤔
ResponderEliminarY que preciosa fotografía de esas rosas que se han dejado contemplar por ti y en tu magnífica prosa nos has ayudado a descubrir su belleza.
Es bonito pasar por tu casa y sus visitantes🤗😊